ESTA ES LA HISTORIA OCULTA DE NUESTROS HEROES DE LA PATRIA
Después del estallido siguió una
balacera que parecía provenir de todas partes. Ciro quedó aturdido y miró hacia
todos lados buscando al enemigo. Cuando ya pudo controlar los nervios se arrojó
al suelo, se arrastró hasta una piedra y espero con un ojo en la mira de su
fusil y el dedo rozando el gatillo.
por DIANA MARÍA
PACHÓN
Mientras dormía, sintió que un
soldado deslizaba la mano por su espalda hasta colocarla en la parte superior
del pantalón. Ciro Velasco se despertó, intentó dar media vuelta para lanzar un
puñetazo pero el soldado lo retuvo con todo el peso del cuerpo, le tapó la boca
con una mano, y con la otra le empezó a bajar la bragueta. Ciro intentó gritar.
Buscó en medio de la oscuridad algo con qué defenderse, pero sólo halló polvo
en el suelo.
Después de descargar las ganas
contenidas, el soldado se levantó y caminó unos metros hasta desvanecerse en la
penumbra. Ciro no fue capaz de decir nada. Sentía miedo. Se cubrió el rostro y
empezó a llorar. No podía escapar, estaba secuestrado con ochenta soldados y
policías en un ‘cambuche’ de madera rodeado de cercas de tres metros
de altura construidas con alambres de púas.
Al siguiente día no comió. Vio cómo
los guerrilleros disponían las ollas que contenían lentejas y arroz. Vio a sus
compañeros de cautiverio hacer fila con el plato en la mano para recibir su
ración. El agresor se reía con otros compañeros. Se sintió humillado al pensar
que se estaban burlando de él.
Ciro, que ahora es Sandra,
suspende el relato. Toma de una repisa de mimbre un paquete de cigarrillos y se
lleva uno a los labios. Es el séptimo cigarrillo de la tarde.
–Tú no me entiendes. Nadie me
entiende; sólo los que vivimos sabemos cómo es eso. Es el infierno… En los tres
años de secuestro dormíamos con la ropa mojada. Siempre sentíamos frío. Teníamos
hambre y la mayor parte del tiempo estábamos enfermos de gripa, paludismo o
leishmaniasis. Aparte de todo, por la falta de mujeres en el campamento, los
soldados y policías desfogaban las ganas de sexo entre ellos, delante de todos,
porque la casita no tenía separadores de nada. Entonces los que podían estar
con alguien antojaban a los demás y así fue que más de uno terminó violado.
El humo inunda el cuarto de
Sandra. En el suelo de baldosines marrones reposan las colillas quemadas. Las
paredes están cubiertas de fotos de su hija Nancy, de dos hombres que fueron
sus amantes, y de ella vestida con minifaldas de la época en que le tocó
trabajar como prostituta en Yopal. La cama tiene un tendido rojo y el ventanal
está cubierto con una capa de lluvia de estampado militar, el único objeto que
conserva de su paso por el ejército.
Antes de ser Sandra y de prestar
servicio, Ciro tenía una novia veinte años mayor que él. A pesar de la
diferencia de edad, él la amaba. Nunca pensó en tener algo con alguien de su
propio género. Hoy en día lo jura con una cruz en la boca. Dice que si no la
hubieran secuestrado quizá sería un hombre casado, con más hijos y
condecoraciones militares.
En 1995, cuando tenía 16 años,
nació su hija, Nancy Edith Velasco. Ciro abandonó el hogar materno y se fue a
vivir con su novia. Ante una nueva familia y sin dinero para la comida, recorrió
las calles en busca de trabajo. Por ser menor de edad, nadie lo contrataba. Al
cumplir 18 años tampoco lo empleaban porque no tenía libreta militar. En 1997
se enlistó en el ejército. Estuvo en San José del Guaviare, de allí lo
trasladaron a Elvira, en el Meta, y a finales de julio de 1998 lo llevaron con
un pelotón de más de treinta hombres a Miraflores, Guaviare. Antes de partir,
se despidió de su novia. Ese día, por última vez, besó con pasión a una mujer.
Partió con la mochila de
soldado, las botas puestas y el pelo cortado al ras. Ciro le prometió que
volvería pero no pudo cumplir su promesa. Nunca regresó. Su hombría se quedó en
el monte y cuando lo liberaron en 2001, se había convertido en Sandra.
El 3 de agosto de 1998, cuando
el presidente Ernesto Samper preparaba maletas para abandonar la Casa de Nariño
y Andrés Pastrana estaba por llegar al palacio presidencial para gobernar al país,
el soldado Ciro Alfonso Velasco patrullaba en el monte con otros siete compañeros.
Él recuerda que caminaban sin linternas para no alertar a la guerrilla de las
Farc que amenaza con tomarse el pueblo. Escondido entre la maleza alcanzaba a
ver las luces de Miraflores, considerado en esa época el epicentro de la lucha
contra las drogas en Colombia.
A las ocho de la noche una
explosión rompió el silencio. Más de 600 guerrilleros se tomaron el batallón y
la base antinarcóticos. Doscientos soldados, que eran todos los que había en el
casco urbano y rural, gastaron sus municiones tratando de impedir el paso de
las Farc. La diferencia de hombres era de tres a uno. Los guerrilleros
aventajaban al Ejército.
Una patada en el costado fue el
aviso para darse cuenta de que el enemigo estaba más cerca de lo que pensaba.
Al voltear la cara, vio a un guerrillero apuntándole con un arma. Cerró los
ojos en espera de una descarga que le destrozara la cabeza. No ocurrió. El
guerrillero le ordenó que se pusiera de pie. Tuvo que apoyarse con las manos.
Sentía que sus piernas estaban tan flojas como dos madejas de hilo. El
guerrillero lo levantó por el cuello del uniforme y lo arrió hasta una fila en
la que estaban varios de los compañeros con que patrullaba, y otros que se
hallaban en el pueblo. Pensaba que los guerrilleros buscaban el mejor sitio
para darles el tiro de gracia. En medio de la maleza, veía soldados mutilados,
cuerpos inertes, botas abandonadas y ropa despedazada. Ningunos de los muertos
tenía más de 23 años.
En la madrugada llegaron a un río.
Allí había media docena de lanchas tripuladas por guerrilleros. En una de ellas
subieron a Ciro y a otros soldados. Navegaron durante 24 horas contracorriente
hasta llegar a una selva oscura y húmeda llena de serpientes, monos aulladores,
arañas y mosquitos. Caminaron tres días más hasta llegar al campamento
guerrillero. Allí los encerraron en el ‘cambuche’ de madera cercado con alambre
de púas.
El tiempo pasaba en una sucesión
de soles y lunas. Cada día parecía la repetición del anterior como si el tiempo
se hubiera estancado y los ochenta secuestrados estuvieran condenados a repetir
las mismas acciones por el resto de sus vidas. Para ellos el tiempo se
manifestaba cada vez que les crecían las uñas, el cabello y la barba. A Ciro
Velasco no le creció la barba pero el pelo le llegaba a la mitad de la espalda.
Por la falta de comida adelgazó. Su voz era la más suave entre todos los
hombres. Cuando entró al Ejército, los superiores le daban cucharadas de panela
con ají para que hablara con un tono más grave. El remedio no surtió efecto.
Parecía una mujer en medio de hombres. Era el más delgado, el más vulnerable.
–Era fácil que los ‘mancitos’ me
cogieran por detrás y tenga, Ya te imaginarás cómo.
Sandra lanza una colilla
encendida que cae a los pies de su cama. Toma otro cigarrillo y saca de un
armario un álbum de fotos.
–Mira. Aquí estoy cuando era
soldado. ¿Verdad que era guapo?
En la foto aparece con el pelo
corto y camuflado militar. Era un joven de rasgos finos y cejas pobladas que se
unían a la altura de la nariz. Ciro sólo se parece a Sandra en los hoyitos que
se le forman en las mejillas cada vez que ríe. Las cejas pobladas fueron
reemplazadas por dos líneas tatuadas sobre los ojos. El pelo le llega a los
hombros y sus tetillas de joven ahora son un par de senos de casi una libra
cada uno. Sandra es más femenina que muchas mujeres. Se sienta con las piernas
cruzadas y procura no abrirlas en público. Mantiene erguida la espalda y mueve
sus manos con delicadeza al hablar.
–Me violaron, pero después
pagaron todos los que me hicieron daño. Después de esa noche en que el soldado
me cogió a la fuerza, un año después de la toma a Miraflores, llegaron otros
pidiendo lo mismo: sexo, y como yo no accedía me cogían a golpes, me mostraban
el miembro y me obligaban hacer aquello…Pero yo no fui la única que me ‘voltee’
en el monte, muchos se voltearon y ahora andan diciendo que yo era la única. Cómo
no va a saber una que tenía que ver todas las faenas. Es que yo sí puse la cara
y afronté mi vida.
Los diez primeros meses después
de la violación, los compañeros le gritaban en el día que era una loca, una
degenerada, un travesti o un marica. Los mismos que lo insultaban llegaban en
las noches a buscar su cuerpo. Una docena de veces tuvo que recurrir a los puños
para defenderse de los agresores. Le partieron una ceja. Desesperado por el
acoso, llegó a suplicarle a los guerrilleros que lo encadenaran a un árbol
lejos de todos. Inclusive pensó en suicidarse, pero no fue capaz porque sabía
que no podía hacer eso por su hija.
–Allá vendí mi cuerpo por
protección. Tenía un amiguito que me quería en la intimidad. Era de los pocos
que me trataban bonito. Pero durante el día leía la Biblia, no me ponía cuidado
y no me defendía de las groserías. Si me pegaban se quedaba tranquilo. Luego llegó
un ‘mancito’ que todo el mundo respetaba y me pidió que estuviera con él. Yo
sabía que si todo el mundo se daba cuenta de que yo estaba respaldada por el ‘duro’,
me iban a tratar mejor. Así fue hasta que este tipo me vio hablando con otro
soldado y me pegó un bofetón en la cara.
Ciro Velasco se acostumbró a ser
la mujer de los secuestrados. Andaba con el pelo suelto, empezó a caminar
contoneando las caderas y cada vez que la guerrilla le daba ropa al grupo, él
cortaba las camisas y pantalones con una cuchilla de afeitar, y cosía con una
aguja e hilo negro que le proporcionaron los guerrilleros. Todos lo empezaron a
llamar Sandra y a tratarla como mujer. Ella no sabe de dónde salió el nombre,
pero lo sigue manteniendo como una forma de recordar para siempre su cambio de
vida.
Medio año antes de su liberación,
los soldados se disputaban el amor y la exclusividad de Sandra. Más de diez
hombres, entre policías y soldados, le escribieron cartas, se le arrodillaron y
lloraron reclamándole fidelidad. Ciro, convertido en ‘ella’, se volvió un
trofeo para los hombres.
–Se enamoraron de mí. Por Dios
Santísimo que rompí varios corazones. Ellos se me arrodillaban, me besaban con
amor, me decían que me amaban con locura. Para ese momento ya no me importaban.
Ellos no saben el daño que me hicieron pero logré vengarme. Bien merecido todo
lo que los hice sufrir.
Mientras Sandra rechazaba
propuestas de amor y cosía hasta que los ojos se le cansaban en el ocaso del día,
en San Vicente del Caguán, Caquetá, se estaba fraguando su liberación. En
febrero de 2001, en la vereda Los Pozos, a 20 kilómetros de San Vicente, el
presidente Andrés Pastrana se reunió con el jefe guerrillero Manuel Marulanda Vélez
para firmar el Acuerdo de Los Pozos, que establecía el intercambio humanitario
entre secuestrados por prisioneros de la guerrilla. Marulanda y Pastrana se
dieron un apretón de manos. Los medios de comunicación de todo el mundo
registraban la sonrisa de los protagonistas del acuerdo.
Cuatro meses después, un
guerrillero se acercó al ‘cambuche’ y empezó a señalar a varios soldados al
azar. Sandra vio que el dedo la apuntaba. Quedó desconcertada. Por primera vez
en tres años logró salir de la prisión selvática. Fueron 15 los afortunados. En
junio, en el mismo lugar donde se firmó el acuerdo entre el gobierno y las
Farc, Sandra, que quiso salir como Ciro, volvió a la libertad.
Ella recuerda que días antes de
la liberación le pidió a un guerrillero que lo peluqueara. No quería que su
familia se enterara del cambió que había sufrido en el cautiverio. Lloró sobre
su cabello arrancado y pensó que sin el pelo las cosas cambiarían. Intentó
dejar atrás su vida como Sandra, enterrarla en el monte y regresar como el
hombre que se fue.
Un beso le señaló que todo era
diferente. Que quien estaba enterrado en el monte no era Sandra sino Ciro. Al
sentir el contacto de los labios de la novia que lo esperó durante tres años,
no sintió nada. Pensó que el amor se había acabado e intentó probar con otras
mujeres. Ninguna lograba excitarlo. Terminó con la madre de su hija y se fue a
vivir a la casa paterna.
Mientras vivía con su familia
notó que sus gestos eran diferentes. En el comedor cruzaba las piernas como una
señorita y medía cada bocado que se echaba a la boca. Sus tres hermanos, por el
contrario, comían de cualquier manera, con las piernas abiertas y sendos
cucharones. Su madre empezó a pensar que había algo extraño en el hijo
liberado.
Para no seguir levantando
sospechas en la familia, Ciro se tatuó un nombre de mujer en el antebrazo, ‘Luzmery’.
Siempre andaba con el tatuaje descubierto para contar que estaba enamorado de
una novia que nadie conoció. Viendo que los temores sobre su sexualidad se
agudizaban en el hogar, resolvió marcharse y dejar salir de su interior a la
mujer que clamaba por salir.
Se fue a vivir a una habitación
arrendada en la localidad de Bosa. Sin el menor recato empezó a maquillarse. Le
gustaba quedarse frente al espejo aplicándose labiales, lápices, sombras. Esos
primeros días de Sandra en la ciudad fueron como los de una preadolescente que
está empezando a vivir. Iba a las tiendas de ropa de Chapinero para medirse
pantalones, blusas, chaquetas. Cuando empezó a ganar dinero trabajando como ‘dama
de compañía’ en un local de Teusaquillo, lo primero que compró fue un juego de
ropa interior color rojo. Para dar una apariencia femenina, rellenaba los
sostenes con medias. En más de una ocasión los clientes se quedaron con el
relleno en la mano.
Sandra recurrió a una amiga travesti
para que le consiguiera tres litros de una solución salina que reemplaza los
implantes de silicona. Pagó 400.000 por cada litro. Se inyectó dos en los senos
y uno en el trasero. Gracias a estos cambios, los clientes empezaron a pagar
mejor. Se convirtió en una de las divas del lugar, en una de las mejor pagas. Más
adelante trabajó en un club nocturno en Chapinero y luego viajó a Yopal,
Casanare, para seguir explotando sus atributos.
Cuando habla, se mueven sus
senos por debajo de una camisa escotada de color negro con brillantes. En el
pecho sobresale el tatuaje de una sirena rodeada de fuego montada en un delfín.
-El tatuaje no significa nada,
es que me lo hice para cubrir una cicatriz ¿ves?- acerca el cuerpo para mostrar
lo que hay debajo del dibujo.
-Es que me clavaron cinco puñaladas
en el pecho y un cuchillazo en la garganta. Eso parecía de terror. Yo apenas
trataba de ponerme la mano en el cuello… ¿Si has visto esa película en donde un
asesino coge a puñaladas a una chica?, pues así fue. Sandra cierra la mano y la
agita en el aire varias veces para revivir la escena.
-Imagínate que entré a dos ‘mancitos’
a la casa para tomarnos unos guaros. Me pidieron que les mostrara fotos de mi
familia y yo como una boba les pasé el álbum. En una de las páginas tenía
guardados 500.000 pesos. ¡A esos hombres se les fueron los ojos! Seguimos
hablando un rato más y luego uno sacó un cuchillo y empezó a enterrármelo como
desesperado. Al final me quería rematar cortándome la garganta. El otro sacó mi
platica y se fueron. En el Hospital Militar me dijeron que mis senos me habían
salvado de morir.
En 2007, un año después de salir
del hospital recibió una llamada a su celular. Era la mamá de Nancy, la hija de
los dos. Su voz era apagada y lejana. Le dijo que se estaba muriendo. Sandra le
quería preguntar detalles de la enfermedad, pero la mujer solo le dijo que no
tenía tiempo para hablar de eso. La llamada era para suplicarle que a su muerte
se hiciera cargo de la niña, porque a pesar de la decepción que le causó
enterarse de que era travesti, podía ser una buena madre. Le recomendó que
luchara por la niña, que la sacara adelante y que viviera con ella. Sandra se
puso a llorar.
El entierro fue en La Belleza,
un pueblo campesino al sur de Santander. No alcanzó a llegar a despedirse de la
única mujer que había amado. Días más tarde tomó un bus y visitó la tumba. Venía
a cumplirle la promesa de llevarse a la hija a Bogotá.
Desde que se bajó del campero
que hacía los expresos desde Puente Nacional hasta La Belleza, sintió varias
miradas. Pensó en devolverse. Por unos instantes se sintió avergonzada pero
después de unos segundos recobró la fortaleza. Levantó los ojos para retar las
miradas y, con el contoneo aprendido en el secuestro, caminó por las
calles. Las casas seguían iguales, los viejos eran más viejos, y los amigos que
compartieron su infancia ya eran unos hombres. Sus ojos maquillados con pestañina
se inundaron de lágrimas negras ante el recuerdo. Sentía que estaba purgando su
dolor. Recogiendo los pasos de su vida y de su transformación.
Al girar la cabeza para
contemplar todo el escenario de sus primeros años, vio que la seguía una
procesión de más de medio centenar de personas que apostaban por adivinar su
identidad. No le importó lo que murmuraban. Fue directo a la casa de su ex
suegra y golpeó varias veces la puerta. La señora abrió. Vestía de luto. Detrás
ella venía corriendo una niña de doce años que se le colgó en el cuello
exclamando “Hola papá”.
Al regresar a Bogotá sostenía
sobre sus piernas a Nancy, su hija. Para Sandra fue el día más feliz de su
vida. Quería que ese trayecto fuera tan eterno como el cautiverio.
Hablaron poco. Sandra no sabía
qué decir. Estaba nerviosa. Durante los últimos años había vivido rodeada de
hombres, de rumba y de licor. Le preguntó a la niña todo el camino si estaba
bien, si tenía hambre, si tenía frío. En la cabeza de la nueva madre resuena el
único diálogo que sostuvieron en el camino.
-Papá, ¿puedo dejar de llamarte
papá?
-Claro, como me quieras decir.
-Quiero llamarte Sandra, es que
me siento mal diciéndote papá. Pero no te preocupes, tú sabes que te quiero.
Llevan cuatro años viviendo
juntas en el sur de Bogotá. Después de una tutela que interpuso en contra del
Estado logró una pensión por invalidez de 750.000 pesos y tiene una demanda
pendiente para que el Estado la indemnice. Hace 10 años recibió una primera
indemnización de 7 millones de pesos, pero cuando ganó la tutela se la
descontaron de la pensión. Sandra está mal de salud. Sus senos están irritados
al igual que las nalgas. La EPS a la que está afiliada dice que no la pueden
atender porque no cubren tratamientos estéticos. Ella se siente desprotegida.
Nancy escucha desde una silla de
la entrada del cuarto el relato de su padre-madre. A veces asiente con la
cabeza, a veces abre los ojos. En toda la conversación permanece callada, solo
se ausenta cuando Sandra le pide ir a la tienda para comprar un ponqué, una
gaseosa o varios cigarrillos. En una de las ausencias de la hija suelta un
suspiro. “He llorado demasiado. Tú no sabes cuánto. Todo me ha tocado
aprenderlo a los golpes. Ahora quiero enseñarle a Nancy que sea una verdadera
mujer. No quiera que viva ni la mitad de lo que me tocó a mí”.
TOMADO DE: KIEN Y KE
1 comentario:
Muy teso felicitaciones a ella por su barraquera.
Por otro lado queda al descubierto la doble cara del ser humano en momentos de crisis y de por que no decirlo de esta manera, el ser humano muestra su cara verdadera cuando cree que nadie lo ve.
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